Allí estaba él. Un hombre anciano, pero todavía física y mentalmente bien. Cómodamente instalado en una habitación individual de un hospital de lujo, con un pequeño ejército de enfermeras y auxiliares que acudían rápidamente a su llamada. Televisión, teléfono, ducha, cama automática, y espacio para tener sus propias cosas de casa. El menú incluía una cena de tres platos, con más de 20 posibilidades de elección, cocinados por un cocinero de alta categoría, con ingredientes frescos de primera calidad. Un solícito camarero (yo) acudía a su habitación al menos ocho veces al día para ver si necesitaba algo, y ofrecer un sinfin de tazas de té, dulces, zumos… lo que necesitara.

La mayoría de los hombres que nacieron en el mundo el mismo día que él, ya están muertos. Muchos de ellos murieron de maneras horribles, en guerras, o por enfermedades que en occidente se podrían curar fácilmente, pero que en otros países son todavía mortales. De los pocos que todavía viven, el 99,9% lo hace en peores condiciones que él. Muchos no tienen posibilidad de acceder a un cirujano que les opere, o lo hacen con gran sacrificio de sus familias para pagarlo, en los países donde no existe la seguridad social. Otros han recibido una atención sanitaria adecuada, pero comparten habitación, comen lo que les pone, y están atendidos por unas pocas enfermeras exahustas y mal pagadas, que hacen lo que pueden con lo poco que les dan.

Allí estaba aquel hombre, y frente a él estaba yo. Escuchándole quejarse porque no había puesto azucar en su bol de Weetabix, y nadie había aparecido en la habitación para cerciorarse de que todo estaba bien (aunque entre las 7 de la mañana y las 10 yo ya había pasado por allí 5 veces), y mover un sólo dedo para presionar el botón que sirve para solicitar asistencia le parecía demasiado trabajoso.

Una gran tragedia. La estancia de aquel señor estaba siendo un suplicio. Había pedido dos tes Earl Grey y habíamos tardado más de 10 minutos en servirlos. Las comidas siempre llegaban demasiado temprano y tenía que pedirnos que se la llevásemos más tarde. El menú no era suficientemente ámplio, y si quería algo fuera de la carta, tenía que pedirlo con un día de antelación, porque ninguno de los otros ingredientes que había en la cocina era suficientemente bueno. Los huevos pasados por agua estaban demasiado cocidos y la yema se había quedado dura. El pobre señor iba de problema en problema, y no había nada que se pudiese hacer para que se sintiese mejor.

En mi mente sólo había una pregunta. Una que no va a poder ser respondida ¿Ha vivido este hombre durante un sólo día de su vida? ¿Ha sido alguna vez realmente feliz? ¿Cómo es posible tenerlo todo y que aún así no sea suficiente? Cada vez que le miraba, enfadado, disgustado, amargado, yo tan sólo podía recordar al hombre más feliz que he conocido en mi vida: Jeyco encima de una bicicleta.

Jeyco es un muchacho de Manta, una ciudad de la costa de Ecuador. Nació en una familia muy pobre, lo que restringió sus posibilidades de acceso a la educación, y más tarde también limitó sus posibilidades para elegir trabajo. Sin embargo, él siempre conseguía trabajar en lo que quería. Su casa no era más que una choza de ladrillos, pero allí tenía todo lo que necesitaba. Cuando se iba de allí, la echaba mucho de menos, especialmente a su preciosa bicicleta, que le llevaba donde quiera que él necesitase ir con la sola fuerza de sus piernas y su habilidad para mantener el equilibrio. La persona más feliz que he visto en mi vida fue Jeyco, el día que se reencontró con su bicicleta después de haber pasado un mes fuera de casa.

En mi vida, he visto a mucha gente que es tremendamente infeliz teniéndolo todo. El ejemplo que he puesto anteriormente simplemente choca más por tratarse de una persona que tiene mucho más que los demás, seguramente gracias a una combinación de privilegios de nacimiento y de esfuerzo propio. Sin embargo es una actitud que he visto en muchas otras personas. Pobres y ricas, las personas a prueba de felicidad se pueden encontrar en cualquier estrato social.

No voy a decir que hay que estar feliz con todo lo que nos cae encima. No voy a caer en el postivismo absurdo, ni voy a decir, como criticaba Carmen Saavedra, que cuantas más hostias te de la vida, más contenta tienes que estar. Hay veces que podemos estar tristes, enfadados, frustrados, desanimados… Es humano reaccionar ante los problemas, las desgracias, los reveses de la vida. Tenemos que poder llorar, asustarnos, sentirnos hundidos. Sin embargo, entre la felicidad absurda y la infelicidad absurda hay un amplio abanico de posibilidades emocionales sanas que es necesario encontrar. Acercarse. O algo así, no sé qué palabra usar, no soy un experto.

Lo que sí se es que muchas veces nuestra vida es mucho más sencilla si aprendemos a apreciar las cosas que tenemos. La mayoría de las personas que conzco y que son profundamente infelices, son infelices por elección. Porque eligen centrarse en las cosas que no funcionan en sus vidas, porque eligen regodearse en cualquier contratiempo que tengan, por nimio y pequeño que sea. Sí, también conozco a muchas personas que sufren, que son desgraciadas, y que tienen motivos totalmente legítimos para ello… y, de algún modo, me parece que estas personas que sufren auténticas calamidades y atraviesan desgracias reales, palpables (la enfermedad grave, la muerte de algún ser querido, la imposibilidad de acceder a recursos de primera necesidad para ellas mismas o sus familias, el rechazo social y familiar…), de alguna manera no son tan infelices como aquellas que sufren por elección.

Hay personas que parecen estar hechas a prueba de felicidad. Como si por más que la felicidad quisiera acercarse a ellas, ellas estuviesen por encima. Hay personas, en cambio, que pueden extraer la felicidad de cada pequeña chispa que les da la vida, incluso aquellas que conocen una vida más amarga y más cabrona. Pienso que es mejor para uno mismo ser uno de los segundos que formar parte del primer grupo, y que la decisión de entender la vida de una forma un otra está en nuestras manos.