Esta vez ha sido jodio. Me diréis que esa no es ninguna novedad, que siempre es jodido. Sin ir más lejos, en la última evaluación de febrero, dos días antes de que mis padres me echaran de casa, recuerdo que iba andando a la tienda y tuve que pararme a mitad de camino, totalmente mareado y sintiendo que mi cuerpo hacía sonar la señal de alarma: si no bajaba el ritmo, algo malo iba a suceder. Estar jodido era mi día a día. Luego, la gran discusión, buscar un piso nuevo, decidir qué sacaba de casa y qué me llevaba (porque algo me decía que mis padres iban a cambiar la cerradura, y si me dejaba algo importante allí,  ya no lo podría recuperar), y luego, qué cosas se tendrían que quedar en España (en casa de M. que amablemente me las está guardando) y qué cosas me podría traer a Reino Unido… Fue jodido, pero aprobé. Y seguí estudiando. A partir de entonces, todo ha sido mucho mejor para mí, pero aun así, la cosa estaba jodida de cara a la próxima evaluación. Desde febrero he estudiado en: la cama estrecha, pero confortable, de la casa de G., la señora rusa que me alquiló una habitación, y luego convirtió la cama en una cama doble, cuando K. venía a visitarme, prestándome otra cama individual que era de su hijo, pero que ya nadie usaba porque él se había ido a Rusia. He estudiado en el comodísimo sofá cama de la casa de mi hermana, en Wallasey, y en la maravillosa Central Library de Liverpool (una de las bibliotecas más agradables que he visitado, capaz de mezclar valor histórico con usabilidad en el presente), en el colchón puesto en el suelo de la acogedora habitación de Lara, que me dejó quedarme con ella durante un mes, en el escritorio (¡Por fin un sitio apropiado para estudiar, después de tanto tiempo rodando de cama en cama!) de mi nuevo y confortable piso, y en una habitación cochambrosa de un Bed & Breakfast de Londres, donde estuve repasando antes del exámen de Derecho Penal. En el sofá de Carlos, que también me acogió durante unos días, junto a su fantástica familia, y me ayudó a encontrar (y a conservar) el trabajo que ahora tengo, no tuve tiempo de estudiar. He cargado los libros a mi espalda a través de estaciones de autobuses, trenes y aeropuertos. El recorrido de mi viaje se ha ido plasmando también en ellos: manchas de restos de los bocadillos, arrugas y dobleces, y los folios subrayados con distintos bolígrafos y rotuladores, a medida que se me iban terminando los que tenía y no sabía dónde comprar más. Sin embargo, una vez más, he salido contento de los exámenes. Decidí dejar de estudiar Derecho Eclesiástico, la más fácil y bonita de las asignaturas que tenía para este cuatrimestre (al contrario de lo que cabe esperar por su nombre, pero el nombre es engañoso), y dedicarme a las otras dos: Derecho Penal, muy difícil por lo extensa, y de Derecho Financiero y Tributario, muy fea, y que si consigo aprobar será sólo gracias a que uno de los profesores se tomó la molestia de grabar 25 videoclases de una media hora de duración, gracias a las cuales por fin conseguí enterar más o menos de qué iba la película. Para poder prepararme y hacer los exámenes, por primera vez, no he tenido que faltar al trabajo: pedí vacaciones, y me las dieron. Es la primera vez en 12 años que alguien me paga sin trabajar, aparte de cuando estuve de baja por la operación del año pasado. Las vacaciones molan, incluso cuando son sólo para estudiar hasta que ya no puedes más. El regreso a la vida cotidiana tampoco fue muy fácil, ya que no era el único en la tienda que había decidido tomar vacaciones, y los pocos que quedábamos tuvimos que cubrir las horas de los que no estaban. Hoy por ti, mañana por mí… en 7 días, trabajé 74 horas. Eso son entre 10 y 11 horas al día, todos los días, sin descansar. Cuando por fin tuve mi primer día libre, empecé a contar hacia atrás cuanto tiempo llevaba sin tener un rato para no hacer nada. Un rato para, dedicarme, simplemente, a tomar el sol. Llevaba 7 días trabajando sin parar, pero los días de “vacaciones” habían sido para los exámenes. Antes de eso, ya habíamos tenido unos días extra de estrés en el trabajo, y todo el mes me lo había pasado preparándome los exámenes como un loco. El mes anterior, estresado buscando piso, y con el nuevo trabajo. El mes de antes, buscando trabajo. El mes de antes, cerrando la tienda, y con los exámenes de febrero… ¿Cuándo había sido la última vez que realmente había tenido la oportunidad de relajarme sin tener ninguna preocupación? Mi memoria me llevó a algún punto, 6 años atrás, dopado de Prozac, estudiando a tope una oposición que sabía que no aprobaría porque las plazas iban a ir a manos de otra que nunca había aprobado la oposición, pero llevaba años dando clase, mientras que yo, aprobado sin plaza, tenido la oportunidad de trabajar como profesor ni una sola hora. En aquella época, compaginaba la oposición con el trabajo en la tienda de mi madre, que comenzaba a resentirse a causa de la incipiente crisis. Cada mañana me levantaba sintiendo que me ponía un disfraz, que mi cuerpo y mi cara eran el disfraz, y que nadie a mi alrededor me conocía. Vivía entre la angustia de no poder ser yo mismo, y el miedo a lo que podría pasar si decidía serlo. El último momento de descanso auténtico que he podido tener hasta ahora tuvo que ser anterior a ese momento, seis años atrás, porque después de eso tomé una decisión que hizo que todo se volviese más difícil aún. Se abrió una época en la que se cumplieron mis peores expectativas, mis peores miedos, pero al mismo tiempo conseguí llegar mucho más allá de mis mejores sueños… hasta ahora seis años después. El primer día en que por fin podía sentarme a tomar el sol, sin ninguna preocupación en la cabeza.