Primera anécdota: venta de pelucas en la trastienda (que no en la.trans.tienda)

Cuando mi madre puso la ferretería, estaba en una callecita estrecha, rodeada de casas bajas al estilo de las de los pueblos. Justo en frente, vivía una familia que tenía un hijo un poco mayor que yo, y una hija un poco más pequeña. En aquella época, yo tenía 4 años, y mi hermana estaba a punto de nacer.

Se puede decir que nos criamos en aquella tienda, hasta que yo empecé a tener edad suficiente para volver sólo del colegio, con mi hermana pequeña. Esto sería a los 8 años, cuando mis padres me colgaron una llave del cuello, para que no se me perdiera. Años después leí un reportaje que hablaba de los niños de “la generación de la llave al cuello”. Al parecer, mis padres no son tan ocurrentes como se pensaban. Según aquel artículo, los niños de la llave al cuello crecimos desatendidos por nuestras madres, que trabajaban demasiado, y arrastraríamos varias carencias afectivas. Yo, la verdad, creo que no tengo más carencias afectivas que el resto de las personas trans que conozco. Si tuviese que destacar algo que se me quedó grabado como “niño de la generación de la llave al cuello” es que jamás he perdido una llave. He perdido de todo, casi hasta pierdo la cabeza, pero las llaves, nunca.

Mi hermana y yo (pero, sobretodo yo por razones de edad) pasábamos mucho tiempo en casa de los vecinos de enfrente, y desde entonces las dos familias tenemos cierta amistad. Así que no es raro que hace unas semanas Rosa, la madre de la familia, se pasara por la tienda a pedirme consejo.

– Te voy a hacer una pregunta – me dijo con la voz gangosa. La pobre tuvo un cáncer de garganta, y la operación le afectó al habla, pero ella, con mucho ánimo, dice que está contenta porque, por lo menos, lo puede contar, aunque sea con esfuerzo. También se le cayó el pelo debido a la quimioterapia, y ya no le ha vuelto a salir -, y si quieres me respondes, y si, no, no.

– Venga, dime.

– ¿Tú no sabrás donde venden pelucas?

La sorpresa que se llevó cuando le dije que yo mismo vendo pelucas, fue mayúscula. Resulta que ella tenía que ir a una boda, y no sabía como hacer para quedar bien, porque mientras estuvieran fuera, podía ponerse una pamela, pero ¿y cuando entraran al convite? ¿Iba a estar en la mesa con su pamela puesta? Sin embargo, había recorrido todo el pueblo, y no había encontrado ningún sitio donde vendiesen pelucas.

Así que la hice pasar a la trastienda de la ferretería, donde tengo almacenadas las cositas de la.trans.tienda, y le mostré varias pelucas (aunque desde el principio supe cual iba a ser la que le quedaría bien). No la compró en ese momento, porque quería que la viera su hija, pero se marchó dando saltos de alegría, literalmente.

Al día siguiente, ella y su hija volvieron, eligieron la peluca, y se fueron más contentas que unas pascuas. Luego Rosa se pasó por la peluquería para que le arreglaran un poco el corte a la peluca, y así poder dejarla un poco más a su estilo. Ahora la usa a diario, y la verdad es que parece que sea su pelo de verdad (incluso mejor, porque no es que antes tuviese una gran cabellera).

A veces tener un negocio trans clandestino en el vecindario puede ser mucho más beneficioso de lo que se espera.

Segunda anécdota: el primo de la termomix.

Tengo un primo lejano, que es lejano a nivel de parentesco, y también geográficamente, ya que es de Barcelona, pero vive en Mallorca. Hace años que no lo veo, desde antes de empezar mi transición, pero él si ve a mi hermana, y yo veo a la suya, así que tenemos noticias mutuas en diferido.

Este primo, además, es gay. Salió del armario aproximadamente un año después que yo (aunque en realidad nadie pensaba que fuera heterosexual), por lo que mi salida pudo servirle para tantear a su familia.

Pues bien, ahora se dedica a vender termomix, y está bastante contento, y mi hermana, que sabe que estoy bastante canino de pasta, me preguntó si me interesaba algo de información. La verdad es que ya no doy para hacer más cosas (sólo me falta ponerme una escoba en el culo e ir barriendo por donde paso), pero oye, por informarse no pasa nada ¿no?

Al cabo de una semana, el primo me envió un whatsapp, más o menos así:

–          Hola, me ha dicho tu hermana que estabas interesado en la termomix.

–          ¡Hola! –respondí yo.

–          ¿Sigues interesada?

A ver, en un momento dado, cualquiera se equivoca al usar el género de la persona con la que está hablando. Nos pasa a todos y a todas, y a todes. Sin embargo, escribiendo con dificultad en un móvil, equivocarse es bastante más complicado. Estoy seguro de que no se equivocó, sino que lo hizo a propósito.

–          No estoy interesada en nada – le respondí

–          Disculpa.

–          OK

Y seguimos hablando de la termomix como si nada, pero a mí me sentó como una patada en la barriga, la verdad. Porque de golpe me vi transportado a una época pasada, en la adolescencia, cuando íbamos en la misma pandilla, y yo era la chica rara de la que era divertido reirse. En un pueblo donde no había gran cosa que hacer, burlarse de mí era una diversión lícita para mucha (no toda) gente.

Todavía hoy en día se que esa gente sigue ahí, lejana, pero suficientemente cerca como para “volver” el día menos pensado. Para ellos sigo siendo, ahora más que nunca, la misma chica rara, fea, condenada a la soledad sentimental, y al fracaso familiar. Muy posiblemente, ahora más que antes, hacer chistes sobre mí será una diversión lícita y estimulante.

¿Qué podía haber hecho para defenderme? ¿Decirle que es un gilipollas transfóbico e introducirme en la categoría de “histérica”? ¿Comentarle que siendo un maricón debería respetar un poco más a los demás, aunque sólo fuera por haber experimentado en primera persona lo que es que te traten mal? ¿Decirle que, puestos a decidir quien es un hombre y quien no lo es, por lo menos a mí sí me gustan las mujeres (que socialmente es uno de los requisitos para ser considerado como hombre)? No había una buena respuesta posible (o si la había, yo la desconozco). Lo más elegante era callarme y apartarme.

Evidentemente, no quiero saber nada más de la termomix o de lo que sea que tenga que ver con él. Aunque si una persona como este chico, que no sabe que lo más elemental para vender es no insultar de entrada a los posibles clientes, está ganando dinero con eso, deben vender sorprendentemente bien.

Tercera anécdota: lo que tiene el no afeitarse.

Ayer volvió Rosa (la de la peluca) por la tienda, aunque esta vez quería comprar cosas de ferretería. Yo llevaba barba de ya no se cuanto tiempo, porque con todo el follón este de sacar la ley de transexualidad para Andalucía no tengo tiempo ni de respirar (lo de dormir quedó atrás hace ya mucho tiempo), y, desde luego, no tengo tiempo de afeitarme.

Rosa es una de esas personas que todavía me hablan en femenino, y también es una de esas personas a las que todavía no me he visto con ánimo de corregir (jo, es que son tantas… daros cuenta que llevo en la tienda desde los 4 años…). La verdad es que el problema de que me traten en femenino se solucionó en gran medida cuando salí en un breve reportaje de un par de minutos en TVE. Mucha gente lo vio, y los que no lo vieron se enteraron por los que sí lo habían visto. De la noche a la mañana, la gran mayoría de las personas que todavía me trataban en femenino, empezaron a tratarme en masculino, a saludarme por mi nombre, y algunas hasta me felicitaron por lo bien que había salido en la tele J. Yo se lo aconsejo a cualquiera: si queréis que vuestros vecinos os acepten como trans, salid en la tele. Al menos mi experiencia ha sido muy buena, y no he tenido ningún problema al respecto (ni siquiera en los vestuarios del gimnasio, donde la mayoría de la gente no sabía que era trans).

Lo que pasa es que Rosa ahora sale muy poco de casa, y tampoco tiene mucho tiempo para ver la televisión. Así que siempre he entendido que cuando me habla en femenino lo hace de buena fe (no como el capullo de mi primo), sobre todo porque a la gente le cuesta muchísimo trabajo imaginar que puede llegar a encontrarse, en su vida cotidiana, con una persona trans.

Sin embargo, esta vez tenía demasiada barba. Y por fin, después de, supongo, bastantes años con ganas de preguntarme, se atrevió:

–          ¿Por qué te sale barba? – me dijo, después de disculparse por anticipado por la pregunta.

–          Porque soy un hombre – le respondí yo, sin darle mayor importancia.

La pobre entró en estado de shock (lo que confirma que, en efecto, iba de buena fe). Se lo tuve que repetir dos veces más, para poder reanudar la conversación, porque la pobre se quedó sin saber qué decir, ni que cara poner. Se volvió a disculpar, me dijo que no sabía, se disculpó de nuevo… Y yo “no te preocupes, que no pasa nada”, diciéndolo, además, de verdad.

Luego me preguntó por mi hermana, que si se había casado.

–          ¿Mi hermana? No, que va. Vamos, es que no entra ni en sus planes.

–          Pero… pero… ella es… ella no es… Quiero decir que ella no es como… como tú ¿no? Quiero decir que ella es una mujer – evidentemente, la pobre seguía sin salir del shock.

–          Sí, ella es una mujer, pero no se ha casado.

Luego me estuvo contando que una de sus hijas se ha separado del novio, y que ahora está muy disgustada porque… ¡Ya tiene 31 años! En cuanto se quiera dar cuenta, se pone en los 40, y luego en los 50… Una desgracia, la verdad.

Supongo que para la mayoría de la gente resulta difícil de entender que hay más cosas en la vida que casarse, tener hijos, y luego tener nietos. Supongo que, por tanto, es fácil pensar que si alguien no se ha casado al llegar a cierta edad es, sencillamente, porque se trata de una persona que, como yo, tiene algún grave defecto que la convierte en “incasable” o “no capaz de tener una familia”.

Mi abuelo (que vivó 89 años) decía que la vida es corta, pero ancha. Yo me preguntaba por qué lo repetía tanto… ahora se que lo hacía porque es muy fácil olvidarse, y vivirla como si fuese estrecha y tan sólo hubiese una opción.