Esta mañana una de las primeras clientas que he tenido en la tienda me ha pedido unas clavijas para los cuadros. Lo primero que me he imaginado ha sido el cuadro, con un cable para enchufarlo a la luz. Pero eso no tenía sentido.

– ¿Las clavijas? – pregunté muy sorprendido – ¿Clavijas para cuadros?

– Sí, las clavijas – la mujer me miraba como si yo fuese imbécil y me estuviese explicando una cosa muy sencilla.

Tardé aproximadamente un minuto en darme cuenta de que lo que realmente quería eran alcayatas. Alcayatas, que se clavan en la pared. Para colgar los cuadros. No era tan difícil, la verdad, debí entenderlo mucho más rápido…

Más tarde, en la misma mañana, me he puesto a colocar un pedido. Armado con la calculadora, trataba de averiguar el precio de coste por unidad, ya que en la factura venía el total es decir «brocas, 5 ud, xx€», y para saber cuanto te cuesta cada broca, tienes que hacer la división, a no ser que la información que necesito aparezca en algún otro sitio y yo no la haya visto, que con el día que llevo hoy, no sería raro.

De repente mi calculadora nueva, comprada hace justo dos días, no funciona. Al pulsar el botón de la división, desaparecía la cantidad a dividir y se quedaba a cero. Si pulsaba otro número y luego la tecla =, salía un resultado extraño. Así que voy a la tienda donde la compré y le digo al dueño que la calculadora no funciona bien. El hombre trata de demostrarme que sí funciona bien, pero teníamos un problema de comunicación… total que al final me dice que llevo razón, que los modelos de calculadora que él vende no tienen la función que yo quiero (¿calculadoras que no dividen? Ese tío está chalao) y me devuelve el dinero. Así que voy al bazar de al lado y compro otra calculadora… que me da el mismo problema.

– ¡Joder! ¡No me lo explico! ¡Me ha pasado lo mismo con dos calculadoras distintas! – le digo a un amigo, que casualmente se ha pasado a saludarme.

– No, es que no le estás dando a la tecla de la división. Le estás dando a la tecla del tanto por ciento.

Pues era verdad. Así que el de la tienda ha hecho conmigo lo que yo hago con los clientes que no saben lo que quieren, o que son incapaces de utilizar un aparato que funciona perfectamente. Seguirme la corriente, decir que yo quiero una cosa muy difícil, devolverme el dinero y aquí paz y después gloria. Que vergüenza, Dios mío, que vergüenza.

Esta tarde he pensado que sería una buena idea hacer sorbete de limón, que está rico, fresquito, y si lo haces con edulcorante en vez de con azucar, no engorda. Lo único es que es un poco coñazo, porque para evitar que se quede convertido en un bloque de hielo mazizo, hay que estar removiéndolo a medida que se congela, pero a parte de eso, no tiene mayor complicación.

Así que con eso he estado entretenido mientras estudiaba por la tarde. A las ocho y media, he sacado la basura del cubo, he puesto una bolsa nueva, y me he ido al gimnasio. Cuando he vuelto a las diez y media (no es que haga dos horas de gimnasia, es que el gimnasio está lejillos, aunque caminar también es hacer ejercicio) la basura seguía exactamente en el lugar donde la había dejado: al lado del cubo. Con el calor que hace, seguro que si la dejo un par de días más en el mismo sitio, termina aprendiendo a andar y se va de casa por su propio pie, pero he preferido no hacer el experimento. Me ha tocado volver a bajar, asegurándome de que esta vez la llevaba hasta el contenedor.

Cuando he vuelto, me he acordado del sorbete. Ya no era sorbete, era un cubo de hielo que se podría usar para construir un sólido iglú, con la forma de la fuente donde se ha quedado tieso, y el rabo de la cuchara que usaba para removerlo sobresaliendo a modo de palito de polo sobredimensionado. Al final he podido salvar tres cuartas partes del contenido, porque el interior aún no estaba congelado, de modo que he convertido el polo de limón en una granizada con icebergs (los trozos de hielo grandes, que no he podido partir).

Yo, sinceramente, estoy un poco preocupado, porque creo que estudiar con este calor me está convirtiendo el cerebro en fondue de sesos, y cuando llegue el otoño llegará un suizo y lo usará para mojar trocitos de pan, pero espero que por lo menos el relato divierta a los que lo hayáis leido.