Antes de empezar a hormonarme, yo daba por hecho que era evidente que soy trans, aunque también sabía que los hombres trans nunca somos evidentes. Seguramente la mayoría de la gente pensaba que era una chica muy masculina, o un chico bastante ambiguo, pero casi nadie se planteaba que yo pudiese ser trans. La transexualidad masculina es muy desconocida e invisible hasta límites ridículos.

Igualmente, me daba vergüenza hablar de ello con la gente que no conocía de antes, y que no era trans (o “transfriendly”, por decirlo de alguna forma), aunque al mismo tiempo, tampoco es que lo ocultase.

Una amiga me decía que cuando me hormonase y tuviese un aspecto inconfundiblemente masculino, empezaría a ocultar que soy trans y no querría que nadie se enterara. Es algo muy habitual, y comprensible, que las personas trans, una vez que se sienten bien con su cuerpo, vuelvan a entrar en el armario que está justo en frente del armario del que salieron.

La realidad es que a veces las personas que no son trans nos dan algo de miedo. No digo que le pase a todo el mundo, ni siquiera puedo afirmar que sea algo frecuente, pero a mí me pasa en cierto modo, y a otr*s también.

Sabemos que para quienes no son trans somos “l*s otr*s”, l*s rar*s”. Como mínimo, entramos dentro del terreno de lo incomprensible, y de ahí para arriba: lo ridículo, lo malo, lo que es perjudicial y debe ser eliminado. En el I Congreso Internacional sobre Ideología de Género, celebrado en Navarra durante el mes de febrero, donde se pidió que las pocas leyes que amparan a las personas de los colectivos LGTB “igual que cerramos una central nuclear que contamina” [sic!] citando explícitamente la Ley 13/2005, del matrimonio homosexual, Ley 3/2007, de reforma del Registro Civil (¿esa ley existe?). No son imaginaciones nuestras: hay bastante gente ahí fuera que considera que somos material cancerígeno para la sociedad, y que atender nuestras necesidades y facilitar el acceso a los derechos, no sólo civiles, sino incluso humanos, es extender un mal altamente nocivo. No son muy pocos, son un número de personas suficientemente numeroso como para reunirse en un congreso, y con suficientes recursos para organizarlo.

Este es sólo uno de los muchos ejemplos de odio (o fobia) que conocemos. Una o dos veces al mes, me llega algún video con declaraciones similares. También están l*s que nos insultan y nos ridiculizan, en público o en privado. L*s hay de derechas y de izquierdas, y nunca sabes cuando te l*s vas a encontrar.

En mi caso, la gran mayoría de las personas con las que trato no son así, y al menos delante de mí han sido muy pocos los que han puesto en duda mi identidad de género o no me han tratado correctamente. Tristemente, quienes lo han hecho, han sido personas en las que confiaba y a las que apreciaba mucho, y nunca desconocid*s. Quizá sea por eso que, a veces, hago cosas como la que voy a contar:

Primera tutoría de Derecho Administrativo. Tutor desconocido. El aula llena de gente, más llena que nunca. En el transcurso de la clase, surge un tema que me parece que puede ser potencialmente interesante para seguir dando guerra con mi problemilla con el hospital clínico. Así que pregunto si podría recurrir a esa vía de reclamación, y, claro, eso requiere que explique el problema: que no quiero que se utilice mi nombre legal, porque al hacerlo, se desvela automáticamente que soy transexual, cosa que es un dato de mi expediente médico. Lo explico así, delante de todo el mundo, intentando mantener el tipo, aunque noto que me debo haber puesto colorado como un tomate. El tutor, que estaba de pie, se tiene que sentar para digerir la información, que se le ha atraganto a la altura de la amígdala (pero de la amígdala del cerebro, no la de la garganta). Veo que no soy el único de la clase que se ha ruborizado.

En cuestión de 10 minutos hice pasar a un grupo de unas 15 personas de un total desconocimiento de la transexualidad y los retos que implica a nivel social, a la asunción de que hay personas para las que cosas que aparentemente no tienen nada de malo (como que te llamen por tu nombre) representan un difícil problema. El tutor me sugirió una estrategia, que, por cierto, no he tenido tiempo de poner en práctica.

Tengo que decirlo: casi me muero. ¡Pero lo hice! ¡Y no pasó nada! Así que mi amiga, la que apostaba porque con el paso del tiempo me ocultaría, de momento se equivoca. Tal vez en el futuro sus previsiones se hagan realidad, pero de momento, no.

Hablar de visibilidad es mucho más difícil que hacer realidad la visibilidad. Exponerse directamente en un ambiente que no está protegido, donde no sabes quienes son las personas que te rodean… da miedo. Al menos, a mí me da miedo. Tanto que pienso, muy en serio, que un día voy a dejar de tener suerte y me van a agredir físicamente. Pero, por otra parte, estoy contento de poder vivir así, de atreverme a ser yo mismo y hablar de mis problemas… de no dejar que el miedo me meta a empujones en el armario, aunque haya estado a punto de darme un yuyu.

Vale, seguro que por ahí hay un montón de gente que tiene mucha más seguridad en si mism* que yo, y más seguridad también respecto a sus relaciones con los demás, pero… ¡Que puñetas! A mí me ha costó mucho esfuerzo, y creo que me merezco auto concederme una medalla.