No soy religioso, pero me gusta celebrar la navidad. Para otras mentes más dotadas y reflexivas que la mía, la navidad es una época que ha perdido el sentido por completo, y que hoy en día se centra exclusivamente en la hipocresía de poner buena cara a los demás, aunque no nos caigan bien, y en el consumismo excesivo de «a ver quién hace el mejor regalo».

Yo, o tengo suerte, o soy más simple que el mecanismo de un chupete (ya se sabe que los hombres sólo tenemos dos neuronas, y necesitamos mover la cabeza para que hagan contacto), porque nunca he visto así las cosas. Podría escribir una disertación sobre el espíritu de la navidad y todas esas cosas, pero seguro que ya hay varios blogs con posts sobre el tema (por si a alguien le interesa, voy a poner el enlace de búsqueda de word press sobre el espíritu de la navidad), y probablemente no diría nada original.

El caso es que estas navidades las he pasado fuera, con una parte de mi familia que vive lejos de mi, y también he aprovechado para visitar a los amigos distantes que sólo tengo ocasión de visitar aprovechando el viaje para ver a los parientes, y con los que mi relación es sobretodo, a través de la red. Y he vuelto con muchos regalos.

Debo ser sincero: iba muy preocupado. Dentro de mi familia los únicos que sabían que soy un chico eran mis padres y mi hermana, pero a parte de ellos tengo tíos, primos y primas (sobretodo primas) y una abuela y unos tios-abuelos, todos ellos mayores de 85 años. ¿Qué iba a hacer respecto a ellos? La primera intención era callarme y aguantarme, y resolver el tema más adelante. La razón era que temía que mi abuela y su hermana, al conocer la situación, montasen una tragedia con algún episodio de infarto de miocardio incluido. Y mi madre ya lo está pasando lo suficientemente mal como para tener que lidiar con eso.

Mis tíos y primas me preocupaban menos, pues en su propia familia existen modelos de tendencia sexual y de familia que no son lo que podríamos llamar «tradicionales», lo que los debería hacer más permeables a otro tipo de opciones como la mía (bueno, que no es que sea exactamente una «opcción», porque en realidad cada uno es lo que es, y no se puede ser otra cosa, pero… espero que la expresión valga por esta vez), pero aun así, tampoco estaba completamente seguro de que explicarles mi situación fuese una buena idea, una vez más, por miedo a que, de alguna forma, acabase repercutiendo negativamente sobre el estado de ánimo de mi madre.

Los dos primeros días de las vacaciones fueron muy duros. Todo el rato «Fulanita» por aquí, «Fulanita» por allá… y yo sólo pensaba: «me llamo Pablo». No sabía qué hacer. Pero el tercer día de las vacaciones, cuando me encontré con el sector «joven» de la familia (o sea, todos aquellos que tienen menos de 80 años), tardé tan solo cinco minutos en decidir que no tenía sentido seguir ocultando una realidad que, de todos modos, es posible que el año que viene sea obvia para cualquiera, al menos a mis primos y tíos.

Ese mismo día empecé a darle vueltas al asunto de mi abuela. Mi hermana aseguraba que, si hablaba con ella, su reacción me sorprendería. Pero no fue eso lo que me hizo animarme finalmente a sincerarme, si no el peso del velo de silencio que había a mi alrededor.

Puede que suene muy dramático eso del «velo de silencio», pero no creo que exista una expresión mejor para describirlo. Todo el mundo sabía que, después de casi diez años de una relación de pareja aparentemente muy buena, había dejado a mi novio cuando estábamos a punto de irnos a vivir juntos. Pero nadie sabía por qué, mi madre no había dado ninguna explicación, y nadie se atrevía a preguntarme directamente por respeto y miedo a tocar algo muy sensible. Porque lo que estaba claro es que tenía que haber sido una cosa bastante grave.

Este silencio preocupaba especialmente a mi abuela, que quería saber si yo estaba bien o mal, y supongo que tabién querría hacer todo lo posible por animarme o aydarme a pasar el mal momento, dentro de sus posibilidades. ¿Qué la iba a hacer sufrir más? ¿Que le escamoteara la verdad, o decirle algo que tal vez le pareciese aun peor que cualquier tipo de desgracia que hubiese podido imaginar?

Ahora, a toro pasado, me parezco ridículamente exagerado, pero es que, a menudo, da la sensación de que de cara a algunas personas es peor ser transexual que ser atracador de bancos o drogadicto. No soy el único que siente temor hacia todas las situaciones en las que se hace necesario identificarse como persona transexual, pues en ese momento la reacción de las personas puede ir desde la hilaridad hasta los insultos, y nosotros no tenemos ninguna manera de controlarlo. Como mucho, podremos defendernos, pero no es nada agradable, y menos cuando los ataques nos vienen de personas a las que apreciamos (si hasta nos escuece que unas chinas desconocidas se rían…).

La cuestión es que al final, en mi penúltimo día de vacaciones, hablé a solas con mi abuela y más tarde con mis primas. Me habría gustado hablar también con mis tíos, pero el tiempo no daba para más. Lo bueno de haber dejado pasar varios días fue que todos habían notado algo, aunque, como más tarde dijo mi prima, nadie había llegado a juntar todas las piezas para hacer el puzzle. Mi hermana me facilitó el trabajo dejando alguna que otra pista (especialmente con mi abuela), y mi padre, sin quererlo, también dijo alguna que otra cosa que resultó desconcertante. Así que lo único que yo hice fue dar la solución cuando ya todos andaban bastante cerca de la clave.

Mi hermana tenía razón. La reacción de mi abuela fue sorprendente y totalmente inesperada. Simplemente, su primer pensamiento fue que el tratamiento quirurgico de las presonas transexuales de mujer a hombre era más difícil que a la inversa, y que eso suponía un problema para mi. Pero tampoco nada demasiado grave. Ni en cien años me habría podido imaginar algo así.

La reacción de mis primas fue normal. Un tanto por ciento de sorpresa, porque nunca lo habrían imaginado, otro tanto por ciento de «esto explica muchas cosas», alta dosis de interés en lo que respecta al protocolo médico, los cambios que puedo esperar, el tiempo que lleva, los riesgos que conlleva, la situación legal… Aunque con un pequeño matiz. Y es que al principio, cuando planteaba el tema a mis amigos, solían preguntarme «¿Estás segura?» Pero en la conversación que tuve en esta ocasión, la pregunta se había convertido en una afirmación: «si estás segura, entonces es lo mejor que puedes hacer». Parece una tontería, pero estos detalles son los que me sirven para intentar ver cómo es mi imagen ante los demás, como mirar mi reflejo en un espejo, y me dan a entender que de momento estoy siguiendo una evolución firme y correcta. Los demás sólo perciben seguridad cuando uno mismo está seguro.

Me he vuelto a casa dejando encargadas a mis primas de hablar con sus padres, y a mi abuela, de hablar con su hermana. Me habría gustado poder hacelo yo mismo, cara a cara, pero supongo que tendré que conformarme con esto y con una llamada telefónica, dentro de unos días. No dio tiempo a más.

A parte de todo esto, que para mi es sumamente importante, y un paso enorme dentro de toda esta aventura en la que me he metido yo solito, han estado las visitas a mis amigos lejanos. Todos ellos sabían lo que pasaba, pero ninguno me había visto en persona en los últimos 12 meses. ¿Cómo podría explicar lo bien que te sientes cuando te saludan usando el nombre que realmente sientes, en lugar del otro, erroneo? ¿La sensación de que te traten como lo que eres a pesar de que tu cuerpo vaya diciendo a gritos lo contrario? El sentimiento indescriptible el día que E.S. me dijo por teléfono «si alguna vez te hablo en femenino, que sepas que es sólo por la voz, que me confunde», o cuando escuché que Manel y Rosa, para hablar de mi entre ellos usaban el nombre de Pablo. Supongo que para una persona cuya identidad se ha ido formando poco a poco, desde la infancia, de una manera natural, un apretón de manos, o su nombre escrito al lado de un número de teléfono no significa nada. Pero para mi, sí.

Vuelvo a casa con la sensación de que ya tengo hechas todas las cosas que me quedaban pendientes, al menos lo importante, y que puedo dedicar todo el tiempo que me queda hasta que empiece con el tratamiento hormonal a intentar hacer la situación más fácil a los que aun les cuesta un poco de más trabajo, pero con la tranquilidad de que, en efecto, como me dijo July en su momento, me irá bien. Se sufre mucho con todo esto, pero… merece la pena.