Estando yo en tercero de BUP, con 16 años, un grupo de chavales comenzó a decirme cosas, y a animar a los demás alumnos a hacer lo mismo. Concretamente me llamaban «besugo», creo que porque tengo los labios gruesos y uso gafas. Alguna vez encontré alguna caricatura mía sobre alguna mesa en la que quedaba claro que lo que en realidad venían a decir era que les parecía fea.

Un día alcancé mi límite de desesperación, y bien aconsejado por una compañera (cosa que fue fundamental, porque si no, no habría hecho lo que hice) decidí ir a hablar con la tutora de mi curso. Sin muchas esperanzas, le conté lo que pasaba y ella me escuchó. No sé lo que hizo (aunque sí sé que aquellos fueron los últimos años en los que los profesores tenían alguna autoridad), pero desde entonces nadie más me dijo nada, al menos mientras estábamos dentro del recinto escolar. Tuve suerte de que ese día la profesora no decidió que debía proteger la libertad de expresión de los que me insultaban. Menos mal que no dijo «bueno, ellos piensan que eres fea, tienen su derecho a decirlo aunque te moleste. No tiene sentido impedirles que lo hagan sobre todo porque salta a la vista que eres fea. Lo que tienes que hacer es educarles y convencerles de que te traten bien, y asumir que eres fea. Tal vez podrías probar a arreglarte más.»

Ésto viene a cuento porque hace unos días ha empezado a circular por ahí un autobús con el siguiente mensaje: «Los niños tienen pene, las niñas tienen vulva. Que no te engañen. Si naces hombre, eres hombre. Si eres mujer, seguirás siéndolo», y mientras que un montón de gente ha flipado pepinillos y ha puesto el grito en el cielo, hay otro buen puñado de personas que dicen que tratar de parar esta iniciativa va en contra de la libertad de expresión, y que la libertad de expresión del pseudosindicato de ultraderecha católica Hazte Oír es mucho más digna de protección que el bienestar de las criaturas trans a quienes va dirigido semejante mensaje.

Porque, en opinión de esas personas, si ellos piensan que los niños trans están engañando a los demás, y que no son quienes dicen ser, tienen derecho a decirlo a decirlo aunque nos moleste. No tiene sentido impedirles que lo hagan sobre todo porque salta a la vista que no son quienes dicen ser. Además, lo que tenemos que hacer con la gente de Hazte Oír y similares no es acudir a la justicia para que ésta utilice las leyes que nos protegen. No. Lo que tenemos que hacer es educarles y convencerles de que nos traten bien, y asumir que no somos quienes decimos ser. Quizá podríamos simplemente vivir con el sexo que se nos asignó y así nadie se enfadaría con nosotros.

Bueno, pues tengo noticias frescas: la libertad de expresión no es un derecho ilimitado.

En realidad, no es una noticia muy fresca. Antes he hablado de Manoli, mi tutora de 3º de BUP, y una gran profesora de inglés. Ahora voy a hablar de Mari Gracia, mi profesora de 1º y 2º de EGB, la que me enseñaba ortografía y las matemáticas básicas, y que siempre decía en clase «mis derechos terminan donde empiezan los derechos de los demás».

Como se ve, he tenido la suerte de que por mi vida pasaron grandes docentes. No todo el mundo ha tenido esa fortuna, y por eso se creen que sus derechos no tienen límites y deben prevalecer siempre ante los derechos de los demás.

Esas personas, además, tampoco han leído la Constitución, porque si la hubiesen leído sabrían que la libertad de expresión tiene límites, como por ejemplo el derecho al honor y a la intimidad de las demás personas. Sabría, además, que los derechos de los niños tienen especial protección, y que uno de los derechos más importantes durante la infancia es el del libre desarrollo de la personalidad (y la conciencia de pertenecer a un género forma indiscutiblemente parte de la personalidad, por lo que el libre desarrollo de la propia identidad de género también queda amparada por este derecho).

Así que no. Moralmente, la libertad de expresión no se merece protección ilimitada cuando se trata la expresión del odio, especialmente el odio hacia personas en una situación más vulnerable que la tuya. Legalmente, tampoco existe la libertad ilimitada de decir lo que se nos pase por la cabeza.

Sin embargo, todo este asunto tiene otras muchas más dimensiones. Y es que, al final, el resultado está siendo que, después de 8 años de activismo despatologizador y transfeminista, nos hemos visto volviendo a la casilla de salida. Hemos regresado al punto en el que las personas cis se dedican a debatir sobre los genitales de las personas trans. O sea, sobre mis genitales. Y sí, queridos padres y madres de niñas y niños trans: vosotros también sois cis, y me parece que estáis metiendo mucho la pata al apuntalar todo vuestro discurso sobre un dedo índice estirado que apunta hacia la entrepierna de vuestros pequeños.

Sí, entiendo la necesidad de normalizar la existencia de mujeres con pene y hombres con vulva, sobre todo porque os aterra la idea de que vuestras criaturas, más temprano que tarde, digan que necesitan meterse en un quirófano para que les arreglen el desaguisado que tienen ahí abajo. Pero no creo que el camino para hacerlo sea señalándonos, señalando a vuestros propios hijos, y enseñándoles a señalarse a sí mismos. Si la liberación de las personas trans se fuese a hacer a través de la genitalización de nuestros cuerpos, ya seríamos libres.

La genitalización de las personas trans tiene, además, un efecto colateral indeseado en otro colectivo que nos es muy cercano, aunque diferente: las personas intersex. Porque no hay sólo dos juegos de genitales, y dos sexos «biológicos». Hay niños con pene, niños con vulva, niños sin ninguna de las dos cosas, niños con una mezcla de las dos cosas en diversos grados, e incluso criaturas que no se reconocen del todo ni como niños, ni como niñas. No hay cuatro opciones disponibles, hay una infinidad, pero en nombre de la idea de que todos tienen o pene o vagina, muchas criaturas cuyos genitales de nacimiento no encajan en los modelos establecidos están siendo sometidas justo a esas mismas operaciones que las familias de niños trans no quieren para sus hijos e hijas, desde muy poco después del momento de su nacimiento.

Mucho mejor, pienso yo, es seguir el camino de la desnaturalización del discurso médico. Hay que señalar que el sexo «biológico», en caso de existir, sólo existiría desde la creación de la ciencia de la biología, es decir, allá por el S. XIX, y que antes de eso, no se podía hablar de tal cosa. Por tanto, una cosa que antes no existía y ahora sí es, por definición, una creación cultural humana. Hay que decir que, además, la biología no considera que existan tan sólo dos sexo con un juego de genitales para cada uno, sino que se considera que hay un «espectro» en el que intervienen múltiples variantes, como explica someramente este artículo, o también la autora transfeminista (y bióloga) Julia Serano en su libro Whipping Girl. Y hay que decir que la idea de que sólo haya dos sexos hoy en día viene justificada por la medicina, que ha decidido enmarcar a todos los seres humanos dentro de esas dos categorías sexuales homogéneas, y considera patológico cualquier aspecto del espectro sexual natural que quede fuera del marco artificial que ellos han creado con el fin de poder estandarizar la atención sanitaria.

El debate no tiene que centrarse en nuestros genitales, por más que para las personas cis resulten fascinantes. El debate tiene que centrarse en señalar a ese ente sobrenatural llamado «biología» que al parecer tiene el poder de dictar el destino de los cuerpos y las identidades, y en denunciar que en realidad no existe, y que no es más que otra invención de unos humanos para imponer sus ideas sobre otros humanos.

En el mundo hay penes, hay vulvas, hay anos, y hay muchas configuraciones genitales distintas. Mis genitales en particular no son asunto tuyo.