Todos somos iguales, pero unos más que otros. Eva era de los otros, de los menos iguales. Por eso, mientras todos salían a la calle con jerseys gruesos y abrigos largos, ella llevaba falda corta y un top fino. Su ropa de trabajo.

Por eso bebía, por eso consumía drogas, para olvidarse de aquel maldito frío, del viento helado que se colaba a través de las medias rotas por la entrepierna y le calaba hasta el alma. Consumía para tener fuerza y atender a sus clientes, hombres que se aliviaban de sus más bajos instintos sobre su cuerpo. Malolientes y desagradables casi siempre, la usaban y la insultaban, no necesariamente por ese orden. El pago por adelantado, eso sí. Faltaría más. A veces la intentaban golpear, y a veces lo conseguían. Se moría de miedo cada vez que subía a un coche.

Porque todos somos iguales, pero ella no era suficientemente igual como para que alguien considerase que sus manos podían realizar algún trabajo. De modo que había terminado sin oficio ni beneficio, sin un lugar en que caer muerta, encogida bajo un portal, temblando de frío, hasta que alguien le mostró la salida.

La Jenny se le acercó usando como tarjeta de visita una botella de licor que calmó sus tiritones, y también su pena, aunque esto último solo en parte. La Jenny, que le explicó que para las mujeres como ellas el único trabajo que había era el trabajo sexual, se convertiría en su maestra, mentora y protectora, a cambio de una parte de las ganancias que Eva obtenía alquilando su cuerpo. También le presentó a las otras mujeres de la calle. Otras que eran como ella.

Nunca se les ocurrió, ni a Eva, ni a las otras chicas de la calle, que pudiesen ser consideradas iguales a otros seres humanos que no fuesen ellas mismas: La igualdad de la calle era la única que conocían. La calle maltrata a todos por igual, pero solo los más duros sobreviven.

Las chicas de la calle rezaban antes de salir a trabajar, pero no pedían que no las mataran. Solo pedían no tener miedo a la muerte cuando les llegase.

Habían aprendido que en la calle no hay amigos, y que solo se tenían las unas a las otras. Habían aprendido a llevar una bolsita de heces con las que embadurnarse el cuerpo y evitar así que los policías corruptos abusasen de ellas. Habían encontrado la parte más llana del lago artificial al que esos mismos policías las arrojaban por diversión, y habían clavado clavos para ayudarse a salir. La llamaban “la escalera”.

Habían aprendido a llevar sueltos sus tacones de vértigo, para poder descalzarse rápidamente en caso de que tuviesen que salir corriendo. Habían aprendido que el alcohol y las drogas les hacían olvidar el frío, la humillación y el asco que les daban algunos clientes, y les daba valor para enfrentarse al miedo que les producía la calle. Habían aprendido a dormir la mayor parte del día para poder pasar con una comida, pues no podían permitirse más.

Sobre la igualdad, sabían que eran iguales que las mujeres decentes que las miraban con asco, porque se acostaban con los mismos hombres. Sólo que las decentes se acostaban con ellos por legitimidad, y ellas por dinero.

Sabían que el hambre y la pobreza duelen más y matan más rápido que el SIDA, y por eso, si les ofrecían cinco euros extra, lo hacían sin condón. Eso también las igualaba un poco más a las mujeres decentes, pues compartían con ellas las enfermedades de sus maridos.

Todas tenían sueños. Eva soñaba con continuar sus estudios y llegar a ser abogada. “Una puta abogada”, decía entre risas “nunca mejor dicho”. Pero también soñaba con ponerse más tetas y operarse del culo. Soñaba con que el espejo le devolviese la imagen de una princesa. Quería saberse guapa, verse guapa. Ese sueño era fácil de cumplir. Una de las compañeras, la más vieja (más de setenta años, y aún en activo como trabajadora sexual) se ofreció para inyectarle silicona líquida. Era una opción mucho más barata que ir a un médico, y quedaba igual de bien. Con sus nuevas tetas, era como las mujeres que podían pagarse un cirujano plástico. Eso también era igualdad.

Cumplir su sueño de estudiar era mucho más difícil. Por más que lo intentaba, no lograba concentrarse. Cuando se concentraba, no conseguía comprender lo que ponía en los libros, y seguir las explicaciones de las clases era demasiado complicado. La resaca no ayudaba. Ni el hambre. Renunció al curso antes de la evaluación de navidad. Se dio cuenta de que simplemente era demasiado tonta. Por eso era puta en vez de abogada, porque sólo servía para hacer la calle. Unos días más tarde ya se había olvidado de aquella estúpida idea de estudiar.

Como era igual que las demás, a los hombres que se le acercaron aquella noche, les dio lo mismo ella que otra. Eva sabía que algo iba mal y estaba alerta. Aquellos dos jóvenes llevaban mucho rato merodeando por la zona, a veces juntos, a veces separados, las cabezas cubiertas con una capucha. Hasta su vieja enemiga, la policía, encarnada en una patrulla que recorría el barrio, se detuvo a su lado para advertirla “señorita, tenga cuidado, hay dos individuos de aspecto sospechoso dando vueltas por aquí”.

Debió haberse marchado a casa en ese momento, pero necesitaba el dinero. Muy pronto llegaría alguna otra compañera, y se protegerían la una a la otra. Pero no llegó a tiempo. Uno de los hombres se le acercó. “No te vayas guapa, vamos a pasarlo bien, tengo dinero”. Eva no se fiaba, pero ninguno de sus clientes era gente de fiar. Ella tampoco era alguien de fiar. Se arriesgó. Se acercó.

El joven, más o menos de su misma edad, la agarró de la muñeca con una mano que parecía de hierro. Su compinche apareció de la nada con una navaja tan grande que parecía más bien una espada.

Eva recordó la oración. Que no le tenga miedo a la muerte. No permitas que le tenga miedo a la muerte. La oración no había sido escuchada. Tenía miedo. Se debatió con desesperación, como un animal acosado. No veía nada. ¿Por qué todo se había vuelto rojo de golpe? Dio un traspié y estuvo a punto de caer, pero la sujetaron. “Sucio maricón”, “puta de mierda”. Las palabras llegaban a sus oídos. Las entendía. Sabía que eran insultos, pero no significaban nada.

Sintió un frío infinito en el vientre, donde el acero la había penetrado hasta la empuñadura de la navaja. Aún así, trataba de zafarse. Escuchaba risas. Sus asesinos se reían, pero ella no entendía nada. Sentía que lo observaba todo desde fuera. Hacía frío. ¿Por qué hacía tanto frío? Era como una pesadilla, sólo que cuando esa pesadilla terminó, en lugar de despertar, se durmió.

Dicen que todos somos iguales en la muerte, pero hasta en la muerte, unos somos más iguales que otros. Eva no tuvo una muerte digna, ni justa. Eva murió porque dos desconocidos decidieron que sus crímenes y pecados eran tan graves que no tenía derecho a la vida. Fue sentenciada a no vivir nunca más, y ni siquiera supo que el juicio se había producido hasta que se ejecutó la sentencia. Nunca supo de qué se le acusaba.

Murió en compañía de sus asesinos. Lo último que escuchó fueron las voces y las risas de los que la estaban matando. Ellos se divertían. Lo último que sintió fue el sabor de la acera, cuando la derribaron de un golpe y cayó de boca. Se partió un diente. Lo último que vio fue que tenía las manos manchadas de su propia sangre. Vio un zapato que no era suyo. Pensó que llevaba su camiseta favorita, la azul que le sentaba tan bien, y ahora las otras chicas no podrían aprovecharla. Que pena. No quería morir.

La encontraron no mucho más tarde, allí, tirada en la calle, a sólo unos metros del lugar en que las prostitutas esperaban a sus clientes. Hubo que esperar a que llegase el juez para levantar el cadáver y llevarlo al tanatorio. La policía tomó declaración a las chicas que la encontraron. Recorrieron las calles buscando a los sospechosos, pero no sirvió de nada. El caso quedó etiquetado como “crimen pendiente” durante mucho tiempo, y nunca se resolvió. A nadie le importó.

El cadáver fue tratado igual que cualquier otro cadáver. Por eso, en el certificado de defunción, en lugar de poner Eva, sexo mujer, ponía Adán, sexo varón. Porque todos los certificados de defunción se deben hacer con el nombre legal del difunto. El nombre legal de Eva, era Adán, y el sexo que constaba en los papeles, varón. Era el nombre que le habían dado los padres que la rechazaron. La última burla del destino.

Nadie reclamó el cuerpo. Las chicas de la calle hicieron una colecta para costear el entierro, pero no lograron reunir el dinero necesario. Ni siquiera pudieron darle un último adiós, pues no consiguieron hacer comprender al empleado del tanatorio el parentesco que las unía con ese cadáver sin reclamar. No pudieron hacerle comprender que aquel cuerpo que descansaba en un frigorífico, bajo un nombre falso pero legal, era el de su hermana. Que ellas eran la única familia que la quería, aunque no la pudiesen enterrar.

El ayuntamiento se hizo cargo del sepelio. Los empleados del cementerio, como cada vez que aparecía un caso de un cadáver sin reclamar, formaron un pequeño cortejo fúnebre, y llamaron a un cura amigo. El cura, un hombre voluntarioso que no lograba conciliar el sueño cada vez que debía decir misa por un muerto olvidado, rezó sinceramente por el alma del hermano Adán. A continuación, lo enterraron en la zona común, como mandaban las ordenanzas, a metro y medio bajo tierra. Sobre la tumba colocaron una cruz de madera en la que se podía leer tres letras, las iniciales del nombre del difunto. La primera era una A.

Si hay un infierno en llamas que aguarda a las mujeres de la vida alegre, como dicen que era ella, seguro que Eva fue a él gozosa, feliz de saber que no tendría que volver a pasar frío.

En cierta ocasión, aquel señor amable que algunas noches les llevaba un termo de café o caldo caliente, se había quedado admirado por lo dura que era la existencia que llevaban las chicas de la calle. No entendía como lo soportaban. Eva, sonriendo respondió: “al menos, soy mujer.”

En memoria de Taira Evelyn Ormeño.

Trabajadora sexual trans. Asesinada en Quito, el 12 de febrero de 2011.

Tenía 23 años.