En la entrada anterior mencioné de pasada que en el pasado estuve tomando hormonas femeninas, y que tuvieron un efecto devastador sobre mí.

Muy pocas veces he hablado de ello, diría que en total han sido tres. Me resulta muy difícil. Pensar en ello, recordarlo, me hace sentir inseguro, humillado, casi podría decir que incluso violado. Sin embargo, no es una historia fuera de lo normal, sino, al contrario, lo más normal del mundo. Nadie se ha escandalizado al contárselo, y no tiene nada de malo. Hoy (debe ser porque he cogido la gripe y tengo algo de fiebre) me parece que tengo que explicarlo. Las cosas fueron así:

Yo tenía unos 20 años. Llevaba tiempo saliendo con mi novio de aquel entonces, y él empezó a «sugerirme» que sería bueno que tomase la píldora, por comodidad, y también para mejorar nuestras relaciones sexuales. Eran «sugerencias» más bien constantes… prácticamente cada vez que nos acostábamos salía el tema, y el único argumento que yo tenía en contra era que seguro que se me olvidaba tomarme las dichosas pastillitas. «Ponte una alarma», «tómatelas siempre a la misma hora», «seguro que cuando te acostumbres, ya no se te olvida». Los condones son caros, y antieróticos. De la píldora, ni te acuerdas, y además es barata.

Al mismo tiempo, mis médicos llevaba ya algún tiempo «sugiriéndome» que tomase anticonceptivos orales. Mis periodos eran irregulares, tenía un ovario poliquístico, y encima, tenía alopecia androgénica. Lo que me terminó de convecer fue lo de la alopecia. Nunca he tenido mucho pelo, y en aquel momento se me estaba cayendo bastante. Como supuestamente era una mujer «no podía» hacer lo que he hecho la última vez que se me ha caido el pelo, es decir, raparme y olvidarme del asunto. Bueno, sí podía, no iba a ir a la cárcel ni nada, pero seguramente a nadie le parecería bien. Ni siquiera a mí me parecía bien. Para las mujeres, ser feas es una auténtica desgracia. Todo el mundo trata mal y se burla de las mujeres feas. Ser calva es el colmo de la fealdad. Y yo bastante tenía ya con ser gorda.

Nadie me obligó. Todos decían que la decisión era mía, pero todos aconsejaban que tomase anticonceptivos orales. Yo no disponía de conocimientos suficientes para presentar objecciones sólidas, y las pocas objecciones que presentaban era fácilmente respondidas, o carecían de importancia comparadas con todos los beneficios que los anticonceptivos iban a suponer para mí, y también para mi pareja. Muchas de mis amigas tomaban, y estaban contentas. En algunas revistas femeninas advertían que podían tener ciertos efectos secundarios, pero la valoración era, en general, positiva. ¡Que cojones! La presión era como una losa de 500 kilos puesta sobre mis hombros. Eso sí, una losa de marmol de carrara, bien pulida, tallada, y en general muy bonita. Tardé unos meses en dejarme quebrar, pero al final me quebré, como me he quebrado tantas veces a lo largo de mi vida bajo las normas impuestas por el código de género. Empecé a tomar anticonceptivos, para tratarme el ovario poliquístico, para controlar la frecuencia de mis periodos, para evitar la caida del cabello (por ciero, no funcionó demasiado), para evitar embarazos de manera más segura que con los preservativos, y para que mi novio estuviera contento. Pero la idea nunca, nunca, fue mía. Partió de otros que sabían mejor que yo lo que era mejor para mí.

Empecé a tomar Diane 35, que tiene la característica de que, además de tener hormonas femeninas, tiene también antiandrógenos. ¿No es irónico que me recetasen antiandrógenos precisamente a mí, que ahora soy tan feliz inyectándome andrógenos a saco? Mis periodos se regularon. En vez de bajarme la regla cada 40-50 días, que era lo único que me la hacía soportable, empezó a llegar puntual, cada 21-25. Secretamente me alegraba de que aún bajo el control de las hormonas artificiales mis periodos se resistiesen a ser «normales», pero aún así, me agobiaba mucho. Era como si estuviese casi siempre encadenado a la regla… cuando no la tenía, estaba a punto de tenerla. El pelo dejó de caerse, y con la ayuda de unas carísimas vitaminas, me volvió a crecer con más fuerza, aunque la solución distó mucho de ser definitiva. Actualmente, en vista de que tras la hormonación con testosterona no se me cae más, sino incluso menos, he llegado a la conclusión de que nunca tuve alopecia androgénica, sino que responde al estrés y a la carencia de ciertos nutrientes. Para controlar la caida del cabello no necesitaba tomar hormonas, sino controlar mi alimentación. Las relaciones sexuales con mi pareja mejoraron para él, pero empeoraron para mí. Descubrí que no me gusta nada la textura pringosa del semen, y que para mí era mucho más agradable que todo eso se quedara bien guardadito en el fondo de un preservativo, en lugar de tener que limpiarlo de mi cuerpo.

La píldora era mucho más barata que los preservativos. No tenía que esconderla de la vista de mis padres, porque era un medicamento que tomaba por varias y muy buenas razones. Nunca me acostubré a tomarla a diario, y se me olvidaba con cierta frecuencia (lo que significaba regresar a los condones lo que restaba de mes ¡viva!).

Dejé de escribir. Es la única época en mi vida que no he escrito nada. Decir esto es como decir que dejé de ser yo. Empecé a interesarme por cosas que no me habían interesado. La ropa, el maquillaje, los potingues para la cara. Un día me encontré sentada en un sillón (y, posiblemente, esta sea la única ocasión en la que estoy obligado a referirme a mí en femenino), mirando por la ventana, frente a un folio en blanco en el que trataba de escribir algo, recordando que antes sentía que yo era un hombre, que me gustaban las cosas de hombres. Pensé «¡que tontería!» y sonreí para mis adentros. Volví a concentrarme en el folio en blanco. Escribí un par de párrafos, malísimos. No volví a intentar escribir nada más hasta que pasaron algunos años y mi amigo Darkmaste con sus juegos de rol por mail logró volver a despertar esa parte de mí.

Curiosamente, cuando empecé a jugar a juegos de rol, ni a mis padres ni a mi novio les hizo ninguna gracias. Pero a mí me apasionaba (y todavía dedico mucho tiempo a esa afición). Es mucho lo que tengo que agradecer a Darkmaste, que me obligó a sacar de nuevo la mejor parte de mí, y a mejorarla semana a semana. Él también me presionaba para que escribiese más, para que jugase más, para que me implicase más… pero se trataba de una presión que sólo servía para sacar de mí lo que mejor sabía y sé hacer. Aunque las presiones externar para que dejase de jugar a rol fueron muchas (tuve agrias y duras discusiones) fue muy poco lo que llegué a ceder en ese terreno. Gracias a los dioses.

A medida que me iba olvidando de quien era yo, empecé a deprimirme. Un año después de empezar a tomar anticonceptivos, empecé a sentir que yo no valía nada. Mi deseo sexual bajó al subsuelo. Más discusiones. No lograba entender que alguien pudiese quererme, siendo yo alguien tan imperfecto, tan aburrido, que no hacía nada bien y sólo decía tonterías. Este pensamiento no era de entonces, y todavía no me he podido librar de él por completo, pero en aquel momento se amplificó hasta el infinito. Sólo quería morir. La vida carecía de sentido.

Nunca imaginé que esta depresión estuviese relacionada con los anticonceptivos. Mis médicos tampoco, o si lo imaginaron, no me lo dijeron. Empecé a tomar antidepresivos, pero no me hacían sentir mejor.

Cuando empecé a tomar la píldora, pesaba 115kg. Tres años más tarde, pesaba 135kg. Empecé a tener fiebre. Eran sólo unas décimas, pero las tenía a lo largo de todo el día. Estaba siempre muy cansado, y necesitaba dormir doce horas al día, como mínimo. Por otra parte, mi organismo se empezaba a degradar por la obesidad mórbida. Me dolían los tobillos y las rodillas, tenía hipertensión, tenía resistencia a la insulina, ahora ambos ovarios eran poliquísticos… Empecé a mover las cosas para operarme del estómago. Esa decisión fue mía, la de operarme.

Para la fiebre, me hicieron muchas pruebas. Análisis de todo tipo. Pruebas de enfermedades extrañas, fiebres reumáticas… de todo. Al final, acabé en la consulta de un internista. Era un señor mayor que tenía varias especialidades médicas, además de medicina interna. Después de cuatro meses llendo de consulta en consulta, sin encontrar un diagnóstico, supe que había llegado al lugar adecuado. Lo supe cuando vi a su secretaria, que en lugar de ser una señora o señorita con muy buena presencia, era una mujer gorda y de rasgos vulgares, de caracter asertivo y «poco femenino», pero muy amable y eficiente. Es raro encontrar a una persona gorda trabajando, pero más raro aún es encontrarla trabajando de cara al público. Alguien que elegía a una persona así, debía tener algo fuera de lo normal. ¿Me apresuraba al juzgar? Lo que ocurrió a continuación, confirmó mi primera impresión.

El internista, que además tenía otras muchas especialidades médicas (era un señor mayor), miró todas las pruebas que me había hecho, y que llevaba bien organizadas en una carpeta. Al principio las miraba con seriedad, y luego cada vez con una sonrisa más amplia, y un poco divertida. «¡A usted le han hecho pruebas de todo!» Sin embargo me explicó que hacer pruebas no cura, y que puesto que ya me habían mirado todo lo mirable, había que hacer otra cosa. Lo primero, dejar de tomar todos los medicamentos que estaba tomando, que eran muchos.

Curiosamente, la única objección que le puse fue la de los anticonceptivos. Los médicos me habían metido mucho miedo por el ovario poliquístico. No me importaba tanto dejar los antidepresivos (total, para lo que servían), las pastillas para la tensión, y no sé qué más tomaba, que ya yo recuerdo, pero eran varias cosas. El médico fue inflexible. Tenía que dejarlo todo, y si me iba mal, ya veríamos.

La primera mañana que no me tomé la píldora, después de tres años, me sentí algo culpable. El segundo día, un pequeño sentimiento rebelde se levantó victorioso (si en realidad yo nunca había querido tomarla ¡por fin tenía una buena excusa para dejarla!). Una semana más tarde me sentía mejor que nunca. Recuperé ese viejo sentimiento de ser un hombre (¡la disforia de género!) y lo abracé y me aferré a él de una manera que nunca habría podido imaginar. ¡Esa era la persona que yo era en realidad! La depresión se disolvió en el aire, e incluso tuve un «efecto rebote». ¡Estaba eufórico! Era como enamorarse. Encontraba en mi interior una parte de mi personalidad que me prestaba una cantidad ilimitada de energía, sentía que salía de la oscuridad y volvía a la vida. ¡A la vida! Ya no quería morir, sino vivir, curarme y recuperar las fuerzas. Supe que la culpa de toda la oscuridad anterior, de toda la depresión y la tristeza, era de los anticonceptivos, y me prometí que nunca más los volvería a tomar, me dijesen lo que me dijesen.

Extrañamente, nadie me volvió a sugerir que los tomase. Diez meses más tarde, me operé por fin y empecé a adelgazar. La fiebre cesó después de la operación, pues me la estaba causando la vesícula biliar, a causa de la obesidad. Como en la misma operación me la extrajeron, al día siguiente ya no tenía nada de fiebre.

Sin embargo, eso no fue el final de la historia, sino el principio. La disforia de género continuaba ahí. Pasados los primeros meses de bienvenida, empecé a sentir de nuevo que debía reprimirme. Empecé a buscar válvulas de escape,a tratar de encontrar formas de manifestar mi personalidad masculina (de nuevo la encontré en los juegos de rol). Así estuve cuatro años más, hasta que en verano de 2008, a punto de cumplir los 29, ya no pude soportarlo más, y de nuevo me rompí, aunque esta vez no fue la presión externa la qe me rompió por dentro, sino la presión interna la que acabó con la máscara que llevaba para todos los demás.

Un día sentí que nadie me conocía. Que había estado haciendo siempre lo que todos me decían, y que debía aprender a vivir de otra forma.

Ya lo he dicho al principio: recordar todo esto me hace sentir violado y frágil, inseguro. Me hace dudar de si mi propia identidad de género es tan fuerte como creo, ya que se me pudo borrar con una simple pastillita. Mientras tomé anticonceptivos, olvidé por completo que era un hombre. También me hace sentir violado, como si otros hubiesen arrasado mi cuerpo, mi mente, incluso mi alma, utilizándome a su antojo, haciéndo de mí alguien que no era yo. Esos otros (los médicos, mi pareja de entonces, incluso mi familia) que ahora siguen con las manos limpias, sin conocer el alcance de lo que esa pequeña decisión, tomar o no tomar la píldora, supuso para mí. Esos otros que, sin embargo, no tenían mala intención, y a quienes no debo perdonar, porque ni siquiera puedo culparles. No tengo nada que echarles en cara.

No sé qué conclusiones se puedan sacar de esto. Quizá no se puede sacar ninguna. Cualquier conclusión podría ser precipitada. ¿Que la píldora es mala? No lo creo. Las cosas no son buenas ni malas, lo que es malo es el uso que se les da. ¿Que los médicos me manipularon? Tampoco podría decirlo. Simplemente me ofrecieron una solución que probablemente funciona en la gran mayoría de los casos. Tal vez la única conclusión que se puede sacar es que los consejos son muy peligrosos, y que, como me dijo mi internista el día que me quitó todos los medicamentos «a veces lo bueno es enemigo de lo mejor».

En ocasiones escucho que a los niñ*s intersex que quieren cambiar de un género a otro, en lugar de atender a su petición, se les dan tratamientos para reafirmarlos en el género asignado, con la esperanza de que, como me pasó a mí, olviden quienes son ahora y se conviertan en otras personas más socialmente adecuadas. En un documental sobre niñ*s trans, uno de los médicos decía que era bueno dejar que llegasen a la pubertad y se desarrollasen, porque la influencia de las hormonas sexuales que produce su cuerpo podía hacer que dejasen de desear cambiar de género. Se parte de la base de que sentirse bien con el género asignado al nacer es «bueno», y no se tiene en cuenta el coste que ello puede tener. Conmigo funcionó, pero el coste fue darme una vida que no deseaba vivir. Lo mejor era lo otro, aunque a todo el mundo le pareciese mal.

Ojalá el contarlo pueda servir a alguien.