Recuerdo el día en que supe de la existencia de la Ley 3/2007, reguladora de la rectificación registral de la mención relativa al sexo de las personas, también conocida como «ley de identidad de género», aunque no se muy bien la razón.

Iba a Granada con mi padre, a comprar a un proveedor. Mi padre, como casi siempre en aquella época, tenía puesta la COPE (ahora no sé si sigue escuchando la COPE o no). Tres personas, una mujer y dos hombres, hablaban sobre la nueva ley que permitiría a los transexuales cambiar de nombre y sexo legal después de dos años de hormonación, sin necesidad de ir a juicio y sin tener que operarse de nada. Los tres estaban de acuerdo en que se trataba de una ley necesaria, que estaba muy bien que la gente pudiese adecuar sus papeles para poder tener una participación plena en la sociedad, no sufrir discriminación y salvaguardar su intimidad.

Yo tenía un pellizco en el estómago. Me alegré mucho de que saliese esa ley, pensando que si yo fuese transexual, me gustaría que hubiese una forma fácil de cambiar de nombre y sexo legal. Por aquel entonces eso era una tarea casi titánica. Había que ir a juicio, un juicio que podías ganar o perder, y había que someterse no sólo a ciertas cirugías (en el caso de las mujeres trans a la vaginoplastia, en el caso de los hombre, normalmente se consideraba que era suficiente con la masectomía, ya que la faloplastia no queda muy bien), sino a que un perito les hiciese un exámen físico y comprobase que se habían operado. No me parecía justo y aunque tenía la vaga idea de que esperar dos años antes de poder cambiar de sexo y nombre era esperar mucho tiempo, y que probablemente el segundo año sería difícil, me entusiasmé.

Por supuesto, no podía demostrar que esa noticia me había alegrado mucho. Ese día muchas personas trans bailaron, se abrazaron y lo celebraron. Yo me limité a decirle a mi padre:

– Pues está muy bien esa ley ¿no? – aún a sabiendas que este pequeño comentario podía delatar un cierto sentimiento que no sería bienvenido.

– Psche… – respondió mi padre -. A mí me da igual, no es mi problema.

Es uno de esos momentos que se te quedan grabados a fuego en la memoria. Como si lo viera ahora, acabábamos de dejar atrás la rotonda que se encuentra en la intersección entre dos carreteras nacionales, el sol estaba todavía alto y me caía agradablemente sobre la cara. Eran alrededor de las cuatro de la tarde y yo entraba en ese estado de sopor que nos da a los que estamos acostumbrados a dormir la siesta, cuando no dormimos a la hora de la siesta.

Una voz en mi interior, sin permiso y sin control, me susurró: «puede que sí que llegue a ser mi problema». Al instante la mandé callar (en eso tenía mucha práctica) y pensé una buena respuesta que darle a mi padre.

– También es verdad – dije, fingiéndo que no le daba más importancia. Cerré los ojos y dejé que el sol me adormeciese mientras en la radio seguían dándole vueltas al tema.

En aquel momento no sabía que algún día yo llegaría a hacer uso de esta ley. Mucho menos imaginaba que se convertiría en una preocupación de primer orden para mí y que incluso se presentaría como un obstáculo para que pudiese ejercer mi derecho constitucional de libertad de residencia, y que sería uno de los principales motores motivacionales para ponerme a estudiar derecho.

Muy pocos o ninguno de los que en aquel momento celebrábamos aquella ley, abiertamente o en el armario, podíamos imaginar todos los problemas que conllevaría. Pensamos que con ella ya estaba todo resuelto, pero estábamos muy equivocados.